Una tarde cualquiera, soleada y con un poco de viento, decido salir a pasear por un parque.
El parque forma una elipse rodeada por pequeños bancos en la periferia, y una pequeña fuente central, redondeada, y que emite pequeños chorros de agua desde la circunferencia, convergiendo todos ellos en el centro.
Mis pasos son ligeros, y mientras camino, voy mirando mis pies a cada paso que dan.
Levanto la mirada, y doy una vuelta sobre mi misma para ver el lugar desde todas las perspectivas.
Camino hacia un banco, algo viejo, con la maderas desgastadas y los hierros oxidados, y me siento.
Estando allí sentada observo a la gente que va y viene.
Me gusta ver a los niños corretear de un lado a otro, la vitalidad que desprenden y la inocencia en sus miradas.
Imaginarme cómo es la vida de las personas que pasan por el parque, que se hallan compatiendo conmigo un mismo tiempo y espacio.
Descubrir las miradas perdidas de aquellos que andan sin rumbo fijo.
Cerrar los ojos, respirar hondo y sentir el sol en la cara.
Ver jugar a un perro con su dueño.
Escuchar el sonido del remover la tierra con los pies.
Mirar los árboles y quedar hipnotizada por el vaivén de las hojas producido por el viento.
Notar la textura de los grabados que ya forman parte de la madera del banco.
Admirar el azul del cielo en contraste con el blanco de pequeñas nubes que pasan por allí.
Seguir con la vista el trayecto terrestre de las palomas en busca de algo con que llenarse el pico.
Observar a un chico de mi edad tumbado en el césped leyendo un libro, que sonrie al estar inmerso en una realidad paralela.
Descubrirme mirando a lejos, sin estar viendo nada en particular.
Empiezo a notar que comienza a anochecer.
Me levanto del banco y me dirijo al lugar de partida.
Durante el trayecto de vuelta, camino alegre y contenta, por haber prestado atención a algo que rara vez nos detenemos a escuchar: los sentidos.